No puedo dejar de escribir sobre tí

El sofá había adoptado su figura. Las curvas de su cintura se balizaban en el cuero como la pintura blanca en la carretera.

Se quedó quieta, sin moverse. De hecho, si hubiera querido girarse o hubiera deseado parpadear con las yemas de los dedos, no lo hubiera conseguido.

Hieráticamente sobre el diván, sus pensamientos empezaron a dormirse cuando de repente lo escuchó.

Primero creyó que se trataba de su propio latir, que empezaba a sonar mal. Luego, pero, se dio cuenta de que no tenía nada que ver con su pequeña existencia. Era su vehículo. Fuera de su casa. Retumbando en las calles que ella tanto conocía. Procedente de fuera. Y sin verlo, ya podía intuir sus ojos, sus pies, su boca. Podía incluso oler y saborear el aroma a humo que originaba el ciclomotor.

No le importó pensar que su vida se acumulaba detrás de la puerta; incluso esto le pareció patético. Lo único que fue desagradable en ese momento fue el dolor. El dolor que sintió cuando escucho el ruido. Sonido que daba vigor, y que tanto mismo quitaba ese aliento.

A partir de aquel día no creyó en la lógica. Sustentó todas sus razones al corazón. Aquel instante de su vida, pues, le dio el aprendizaje que tanto le había costado instruirse. Se dio cuenta de que tenía un órgano dentro, viviendo. Un corazón.

Mientras escuchaba el fragor que procedía de detrás las ventanas, Laura notó como las entrañas le daban patadas dentro de la tripa. Eso era la primera señal. La primera verdad.