Un domingo más.

Entró apresuradamente en el bar de la calle LII.
Antes de sentarse dejó la chupa descansar en la silla de al lado, y respiró hondo. De reojo, intentó visualizarla, pero descubrió que aún no había llegado.
Los siguientes minutos transcurrieron lentos, pesados, como las piernas de un elefante en medio de Barcelona.
En realidad no sabía por que todos los domingos quedaban en el mismo lugar y a la misma hora. Tampoco sabía porque acudía a las citas; nunca aparecía. Se quedaba como un tonto, tomando un café con leche, mirando la gente entrar y salir.
Hoy solo se quedaría diecisiete minutos más de la hora acordada. No pensaba preocuparse nunca más por una chica que ni siquiera conocía. No pensaba recordarla más. No pensaba conseguirlo, pero si intentarlo.
Pidió la cuenta a la camarera –la cuál, cada domingo, le ponía la misma cara de pena- y se fué por donde había entrado.
No había siquiera cruzado la calle, cuando una mano lo detuvo a caminar un paso más. Una chica rubia y bajita se encontraba delante de él. Tenía los ojos oscuros, y una nariz pequeña. Sus labios estaban delicadamente pintados de un rojo fuerte, como si ella fuera Barbie en una fiesta. La mano que sostenía su brazo era delgada, y se antojaba frágil.
Fueron dos segundos. Un silencio se apoderó del suelo, y la mirada de la chica sonrió un poco. El corazón le empezó a gritar desde dentro. Era ella. Era… preciosa. Había pasado tanto tiempo desde que perdió su foto, que ya no se acordaba de su cara. Pero ahora la tenía allí. Como un sueño. Y no le salía nada para que ella mostrara su sonrisa más agradable.
Mierda, pensó.
-¿Paseamos? –dijeron los labios pálidos de Anna.